Cuando inició Facebook probablemente ni su creador, Mark Zuckerberg, pudo haberse dado cuenta de las implicaciones de este sitio. De ser un lugar para que la gente se comunicara, se contactaran unos con otros y que se discutieran toda clase de eventos y situaciones, Facebook se convirtió en un sitio en donde todos son jueces y dictaminan, sin el menor asomo de duda, quién tiene la verdad y quién no; quién es el bueno y quién el malo y además, es capaz de crear una espiral de violencia mediática contra lo que en opinión genérica de las redes sociales, «está mal».

Es evidente que Internet es un invento maravilloso que ha acercado como nunca antes la información a las personas, pero también es un lugar donde se pueden cometer un sinnúmero de abusos. Con esta idea de que todos tenemos los mismos derechos para publicar lo que pensamos, tenemos ahora que discernir qué opiniones nos parecen certeras y cuáles no.

Y el problema es que en lugar de que en Internet, particularmente en las redes sociales, se discutan tópicos de manera informada, nos estamos acostumbrando a toda clase de opiniones sin ningún viso de verdad, con una avalancha de «fake news», cuyo propósito es contaminar toda discusión y pervertir las opiniones ante supuestos hechos que resultan falsos la mayoría de las veces.

El resultado es espantoso: en lugar de tener comunidades informadas, tenemos comunidades divididas por noticias falsas, por posturas intransigentes y por un pseudo anonimato que permite toda clase de bajezas.

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El problema probablemente ocurre cuando el internauta entra a Facebook y lee un «post» de alguien. Si se trata de política o religión, pues ya tenemos el caldo de cultivo para que de inmediato surja la polémica.

Entonces el lector internauta, sin informarse (aunque tenga a Google a la mano y en la punta de los dedos), decide contestar a ese mensaje de lo que sale de su ronco pecho, perdón, de su violento teclado, y entonces descalifica al creador del mensaje que leyó, no lo baja de imbécil y se siente con pleno derecho a tratarlo así.

Y esto ocurre porque la gente, en la comodidad de su casa, no ve a su interlocutor y cree que puede insultarlo libremente, cosa que probablemente no hará si lo tiene de frente y en vivo. Ahí cabrá la prudencia y la educación, pero parece ser que estos elementos no existen desde el teclado y a decenas de kilómetros unos de los otros.

En las redes sociales, en Facebook, las discusiones que se dan entre internautas tienen en general ese tono: cada quien opina lo que se le antoja sin necesidad de sustentar ningún dato.

Y cuando a un interlocutor se le pide que dé información que sustenta su punto de vista dirá cosas como esta: «no te voy a hacer la tarea, busca tú si tanto te interesa». Y es que en la inmediatez de la red actuamos con la misma velocidad. Y entonces sacamos nuestra espada de la intolerancia y cortamos cuanta cabeza aparece diciendo algo en nuestra contra, porque evidentemente tenemos la verdad ¿o no?

El otro punto que se observa en las redes sociales, que estoy seguro Zuckerberg jamás pensó que ocurriría, es el fenómeno de la envidia. La gente en automático envidia a otros si hacen algo que piensan algunos que podrían hacer también, pero que no hacen porque «no tienen tiempo» o «les da flojera». La cuestión es que en la envidia descalifican todo lo que haga el envidiado. Esto habla de la pobreza de personajes que están en las redes sociales, pero hay que decir algo, triste pero real: son la mayoría.

Así pues, las redes sociales se han convertido en un juzgado en donde las opiniones -no necesariamente las adecuadas o correctas- son las que se mantienen como el común denominador. Y estos juzgadores se acumulan y se dan fuerza porque todos opinan en masa.

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Y así vemos que, por ejemplo, 30 millones votaron por López Obrador y ahora las redes sociales le descalifican todo lo que hace o deja de hacer. No me voy a poner a discutir sobre este particular con nadie, pero es una interesante muestra de cómo funcionan las cosas en este mundo en donde a todos les han dado la oportunidad de opinar.

Pero queda un punto: no importa qué opinemos, qué tendencia tengamos y qué queremos que pase. Lo que está claro es que los gobernantes, los que son criticados ásperamente, desde el juzgado que es Facebook, ignoran a esta masa de internautas que creen tener la verdad, que creen tener las soluciones para todos los problemas del mundo.

Los gobernantes saben que estas opiniones solamente tienen valor si ellos hacen caso de esto que opinan en las redes sociales, pero como entienden que cada cabeza es un mundo y que el resolver los problemas no se hace con mensajes en las redes sociales, simplemente ignoran a todos. Pero bueno, quizás sirva de válvula de escape a todo lo que nos pasa en este mundo moderno.