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El día en que casi se acaba el mundo

WhatsApp ha ocupado un lugar innegable en nuestras vidas. Como toda relación tiene sus altos y bajos y a veces falta que una parte se ausente para darse cuenta que la relación no era tan buena como se pensaba.

Hace un par de días, WhatsApp dejó de funcionar por dos horas. Desde el diluvio universal, la humanidad no sufría una calamidad de ese calibre.

Mientras escuchaba los aullidos de dolor de quienes presuntamente se vieron obligados a hablar con alguien de carne y hueso, y observaba las filas de afligidos usuarios dispuestos a arrojarse de puentes y edificios de varios pisos, pensé que francamente odio a WhatsApp. Sí, lo dije.

Nacido como el intento de ser el Blackberry Messenger de quienes no tenían BlackBerry, WhatsApp era al principio una aplicación simpática que hacia bien una cosa: permitir intercambiar mensajes de texto, de forma gratuita, entre gente que se conocía.

De pronto, WhastApp se ha convertido en una aplicación insidiosa, generadora de discusiones y entrometida. Las dos palomitas azules que llenan de ansiedad al que envía algo y que se pregunta “me leyó pero no me contesta, ¿qué le pasa?”, cuando realmente el que recibió el mensaje puede estar manejando, hablando con alguien (dudoso) o sentado en el baño (para eso no hay apps todavía).

Pero en todo caso, las dos palomitas azules han desencadenado innumerables discusiones entre amigos, parejas y colegas.

Y me pregunto: “¿por qué demonios los genios de Menlo Park (cabe recordar que WhatsApp es de Facebook) piensan que poner dos palomitas azules es un servicio necesario? ¿por qué debo sufrir la tiranía de que quien me escriba sepa si leí o no su mensaje? Y si no se me antoja contestar ahora, ¿debo dar explicaciones?”

Claro, me dirán que puedo eliminar esa opción, pero esto generará otra serie de preguntas como “¿y por qué no tienes las palomitas azules? ¿por qué no quieres que sepan si lees los mensajes o no? ¿de quién te estas ocultando?”

Lo mismo sucede con la última hora que uno aparece conectado. Te levantas a las tres de la mañana para tomar agua o ir al baño (según la edad), prendes el teléfono para iluminar el camino y cuando te despiertas no falta quién te diga:  “¡Uy! ¿qué hacías despierto a las 3 AM?”.

El mismo caso sucede si ven o no tu foto, el estado actual, etc. WhatsApp es un violador de privacidades, un generador de problemas, un ojo inhumano que nos obliga a adoptar una etiqueta de comunicación que nos altera lo más preciado: la privacidad.

Y no me hagan hablar de las llamadas telefónicas. Antes lo bueno era que el chat no interrumpía. Ahora te llaman por cualquier cosa y si declinas la llamada, hay que dar otra serie de explicaciones.

Qué bueno que se cayó WhatsApp por dos horas. Ojalá esto sucediera más seguido y la gente dejara de ver qué hacemos, cuánto hablamos y con quién. ¿A qué hora encendemos o apagamos, para seguir construyendo nuestros perfiles de consumidores? Porque eso es lo que somos.

Nada es gratis. Menos WhatsApp. Buen día.


Alberto es periodista y consultor en comunicaciones corporativas. Fue corresponsal y editor de la agencia Reuters y director de comunicaciones para Latinoamérica de Cisco, Google y Facebook. Actualmente es Vicepresidente de Estrategia y Contenidos de Milenium Group, una agencia de manejo de reputación corporativa. Twitter: @AArebalos

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